Con las manos temblorosas por el llanto y la sorpresa, Elizabeth Jameson deja el cadáver impoluto de su gato sobre la mesa de la cocina de Rita, su inquilina, tambien doctoranda de su hijo, Florian. El animal, de nombre Douglas, había agotado sus siete vidas la noche anterior, y amaneció enterrado en una tumba improvisada en el jardín, donde debían ir las rosas.
Sin embargo, esa mañana, tras una procesión al supermercado para devolver el pienso que su mascota nunca llegaría a comerse, Elizabeth encuentra a su gato, libre de tierra y suciedad, frente a la puerta de su casa. Rita la consuela, compungida por la culpa, pues sabe que el responsable es su perro, Kurt, y que el delito podría costarle la casa y el futuro. "A veces, el amor es tan profundo que simplemente no puede quedarse bajo tierra", le dice. Y Elizabeth decide creer.