Luz Gómez, María

Soy una anciana de ochenta y cinco años, que padece parálisis progresiva desde hace quince años. Hace poco, me he quedado viuda. Mi marido ha muerto de viejo y, aunque llore su ausencia, me consuela mi fe cristiana. Desde luego, es muy distinto creer que él es feliz junto a Dios y que en Él nos reuniremos de nuevo, dentro de no mucho tiempo, a pensar que lo he perdido para siempre y que se corrompe en la tumba fría. Pienso que, si la fe no fuera la mayor de las verdades, sería el mejor de los consuelos. Mi vida no tiene demasiado interés. Me crie en un hogar feliz, con unos padres católicos que se querían y me querían. Me casé joven y tuvimos siete hijos; por lo que tuve en mi casa suficiente ocupación y no busqué hacer rendir mis estudios en un trabajo remunerado, que nos hubiera permitido vivir con mayor holgura, teniendo suficiente. Además de hijos, he cuidado nietos y, en su vejez, a mi suegra y a dos tías de mi marido. No me he aburrido y tengo la satisfacción de creer que mi vida, aunque anodina, no ha sido inútil y dejará algún poso.